sábado, 30 de junio de 2012

Una noche helada

Una noche helada. Hace veinte años. El rocío nimba las canaletas y las luces de la calle. Estamos en su 147. Los vidrios empañados. Intentamos reclinar el asiento, pero el rotor no gira. Nos pasamos a atrás. Suena bajito un casete de los redondos, lado A, lado B, lado A de vuelta. Cada vez que abro los ojos, entre beso y beso, veo figuras abrigadas que entran o salen de la fiesta. Vamos a otro lad...o, me dice el Iguana después de meterme los dedos debajo del corpiño. Lo nuestro hasta hoy fue jean con jean, bragueta con bragueta, bombear, alguna tocada; a veces él acartona. Hasta ahí llegamos, no más. Dudo, unos segundos. Mientras me seco los labios paspados con el puño de la camisa pienso: es bueno el Iguana, no va a hacer nada que yo no quiera. Dale Iguanita, vamos. Nos volvemos ansiosos hacia adelante. Pasa el buzo de Divididos por el parabrisas. Calza la llave. El Fiat tose pero arranca. Salimos levantando humo.

domingo, 15 de enero de 2012

La Virgen Cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara

Cleopatra, Cleo, es una travesti villera, médium entre la virgen y los negros, pasa mensajes
celestiales con fondo de cumbia, trae prosperidad a la villa, aleja a los chicos de la droga y a las niñas de los proxenetas.
Quity, la chica bien, culta, periodista que estudió letras, cae en la villa y se enamoran.
La Virgen Cabeza es una historia de amor, pero también de un recorrido de identidad, de la imposibilidad de entender la Fe religiosa, que brota donde no puede crecer más que miseria, la desigualdad sistémica, y el estallido…
Quity cuenta la historia tiempo después, y Cleo acota, las dos en la playa de la mansión que se
compran en Miami, cuentan ese recorrido pasado, desde que se conocen en la villa hasta que
estalla todo y un poco después que son millonarias…
Tiene vuelo poético, erudición, pasa de los arquetipos griegos a la biblia y a la cumbia villera, se deja llevar en digresiones que por momentos son árboles, hojas que caen despacio, y
se enredan en remolinos, se mezcla con basura, acelera, tiene sentido del humor, por momentos furia o ternura, pero siempre retoma el norte y avanza.
Para los que piden algo distinto a tantas cosas parecidas que se ven últimamente, una mirada singular y una forma libre, particular para meterse en donde nuestros escritores pasan de largo. Es verdad que Gabriela Cabezón Cámara es un descubrimiento.

viernes, 28 de octubre de 2011

Una Lágrima

Acababa de cumplir doce años. Hasta ese domingo sólo me importaban el fútbol y mis amigos, Los Monjes. Estábamos en el club, en la canchita del fondo, jugando contra los Zumuba. Íbamos siete a siete después de jugar toda la tarde. Dijimos gol gana. Hubo un rebote y me cayó una pelota. Levanté la cabeza buscando a Volpinos, pero más allá, al sol, sobre las gradas despintadas, apareció una chica. Brillaba: el pelo claro, la musculosa, la pollera de hockey cortita. Tarde en reaccionar. El Toro, un delantero de ellos, se me vino encima; me trabó, tropecé y me fui de culo al suelo. Se llevó la pelota, lo gambeteó al gordo Cali y la empujó dentro del arco. Goooool. Los Zumuba se abrazaron, “despacito, despacito, les rompimos, el culito”. Volpinos y Angelito se me vinieron encima.
Qué hiciste, nabo.
Pelotudo!
Mientras seguían puteando, me levanté y la miré una vez más: era Inés Tribulsi, de mi cole, iba un grado más arriba, a séptimo. El Toro se reía, nos gastaba, después se alejó de los festejos, fue hasta donde estaba Inés que lo recibió con una sonrisa. Se dieron un beso en la boca y se alejaron.
Con los Monjes fuimos a tomar una coca a “el uruguayo” como hacíamos siempre. Al principio evitaban mirarme –sólo se escuchaba el tango de la radio del almacenero que llegaba hasta la vereda- pero después Angelito imitó mi tropezón con la pelota y nos reímos todos. El gordo Cali después de un trago contó que Inés Tribulzi estaba de novia con El Toro, algo de lo que ya nos habíamos dado cuenta.
Es re puta, agregó, fuma, el otro día la ví en el fondo del club pitando.
Para mi que El Toro le chupa las tetas, dijo El Chino Lee.
No digas esooo. El gordo se metió la mano dentro del pantalón.
Gordo pajero, largá la gallina, le dije.
¿A vos te salta? Me preguntó mirándome a los ojos. Se apagó la radio. Todos me miraron.
No sé, dije, nunca probé.
Uy, no sabes lo que te perdés; es lo más lindo. Pasó un colectivo haciendo temblar el árbol de la vereda que soltó una naranja justo donde estábamos.
La cagada es que te manchas todo, agregó Lee.
El otro día me saltó hasta el techo –Angelito pateó la naranja que cruzó la calle y se estrelló contra la pared blanca manchándola con jugo.
Se hizo casi de noche y nos despedimos; al otro día había que ir al colegio. Mi casa quedaba del otro lado, así que entré al club para acortar camino.
Al fondo, apenas iluminado, estaba el portón alto de rejas con un candado y una cadena. Me agarré de los barrotes y empecé a trepar. Tenía que cuidarme de las puntas; en el club se decía que una vez un chico había quedado ensartado. Llegué arriba de todo, estaba por cruzar la pierna cuando escuché una voz de mujer del lado de adentro.
Ey, qué haces, dijo.
Miré y sólo se veía una sombra y la brasa de un pucho.
No podés cruzar por ahí.
Me quedé tranquilo al darme cuenta que era la voz de una chica y no de una señora.
Qué pasa, pregunté.
No, en serio te digo, te podes lastimar Federico Bustos.
Quién sos.
Hubo un silencio. Inés Tribulzi, dijo tímida.
Bajé de un salto.
Me acerqué. Entre la oscuridad pude ver que se había puesto un buzo, con cierre y capucha. Lo tenía abierto. Abajo la musculosa blanca con el escote flojo. Le dio una pitada al cigarrillo.
Fumás, dije.
Sí. Se rió. Tenía un lunar casi sobre el labio.
Qué haces acá sola.
Espero a mi vieja, está en el bufet jugando a las cartas.
Y viniste a fumar...
Me miró y volvió a reírse, le brillaron los ojos.
Querés.
No dije nada. Me acercó el cigarrillo a la boca. Después de pitar me agaché tosiendo. Me golpeó despacio en la espalda con la palma abierta.
Terminó el cigarrillo y lo pisó.
Te acompaño hasta la puerta del costado, dijo.
Mientras caminábamos no podía parar de mirarle las tetitas sobresaliendo bajo la musculosa. La puerta del costado estaba abierta y no había guardia.
Bueno, me dijo con voz tibia y se acercó para saludarme con un beso. No sé cómo tomé el impulso, corrí la cara y le besé la boca.
Se apartó.
Perdoná.
Siguió mirándome.
No hay chica más linda en todo Beccar...
Sonrió apenas, se mordió el labio.
Sos chico, si se entera Toro te mata.
No soy chico, sólo me llevas un año.
Se rió.
Bueno, chau, me dijo y se acercó. Tenía perfume. Todavía, 20 años después, cuando pasa una mujer con ese olor a jazmín regado me acuerdo de ella. Le bese el cachete y volví a correr la cara para darle otro beso en la boca.
Dio un paso atrás y me miró dudando.
Sos tremendo, dijo riéndose, Chau. Hizo una reverencia graciosa: inclinando los pies y sosteniéndose la pollera.
Me quedé ahí parado, viéndola desaparecer entre la sombra del pasillo del bufet. Una ráfaga de viento levantó las hojas muertas del suelo y sacudió la copa de los sauces. Salí del club hacia casa. Metí la mano dentro de mi short: tenía el pito duro como un paquete de Naranjú congelado.
Cuando llegué, no sé por qué, pero me dieron unas ganas tremendas de fumar. Mamá estaba sirviendo la comida, mis cinco hermanos bañados y con el pijama puesto sentados a la mesa.
Qué haces tan tarde, mañana tenés que ir al colegio –dijo mamá sosteniendo el cucharón de madera con puré sobre el plato de Nachi-. Todo roñoso –soltó fuerte el cucharon contra el plato –sacate la mano de ahí, querés, bañate y baja a comer.
Subí, fui hasta el cuarto de mi vieja, busqué su cartera, saqué un cigarrillo y el encendedor. Me encerré en el baño.
Prendí el cigarrillo. Primero tosí, pero a la tercera o cuarta pitada aspiré y eché el humo sin problema. Me bajé el pantalón. El pito salió como una catapulta. Dejé el cigarrillo sobre el lavatorio y con la mano entera agarré la erección que tenía. Sacudí la piel hacia arriba y hacia abajo, como cargando una escopeta sin parar. Del vientre fue naciendo un cosquilleo. Aceleré las sacudidas, a mil, esperé la llegada de eso lechoso, la wasca como decían los chicos, que llegara al techo y manchara todo. Le di fuerte. Hasta que el cosquilleo se hizo tan intenso que me contraje y del glande me salió una gota líquida. La miré. Le seguí dando, esperando que saliera más, al menos otra gota. Pero nada, una gotita de agua. Una lágrima.
Me duché y bajé a comer milanesas con puré frío.
Las noches que siguieron reviví ese cosquilleo intenso todas las veces que pude: me acosté pensando en Inés, en mi profesora de gimnasia, en Mirna, la mucama de enfrente, en la gordita del almacén, en Bety, repartidora de pizza enana, en Marce, mi preceptora del secundario, en Agos, la hermana del hippie, en Lulú, la rolinga del CBC, en Simone, la brasilera, Mimí la culona con la que trabajé en tribunales, en Ana mi mujer, Pradón, Araceli, Lola la amiga de Ana, Felicitas la obstetra, la maestra del jardín de Tini y otras tantas de las que no me acuerdo. Variando protagonistas y apenas la trama, el final es siempre el mismo.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Zapatos

Tirados junto a la puerta de calle
Mis mocasines gastados,
Cómplices en el descanso
De tanto patear

Uno con la suela depegada en la punta
Como una sonrisa torcida:
Así se ve la vida después de los cuatro años
Parece decirme
(Si un año de perro son siete de persona, uno de zapato deben ser diez, calculo mi edad…)
El otro, el del taco torcido, ensimismado, mira hacia la pared:
Así puede volverse la vida en pareja,
Sería bueno que lo vayas sabiendo…

Los miro desde el sofá
Con mi lata de cerveza en la mano
Ana no para de cambiar de canal
(odia las películas románticas)

Ellos que ni siquiera soñaron una vida tranquila
Deslizándose sobre el césped de una mansión
En barrio Parque Aguirre,
Ellos que no conocieron el mar,
Apenas el paso acelerado para cruzar la 9 de Julio
Pobrecitos:
No tienen alcohol
Ni mate ni pomada…

Le toco la mano a Ana señalándoselos,
Deja de ver la tele y también los mira,
Están hechos mierda, le digo
Arruga la frente asintiendo, mirándolos y pensando,
Me da un beso en el cachete
Mañana te los llevo al zapatero, me dice.

sábado, 23 de julio de 2011

Cinco viejitas

Fue hace dos jueves. Subía la escalera de la Terminal de la línea “A” del subte y una ráfaga de viento frío y húmedo me anticipó cómo venía la mano. Me puse el piloto, saqué de la mochila el paragüitas que me había comprado a diez pesos en Retiro y lo abrí. Salí sobre la vereda de la Casa Rosada y crucé a Plaza de Mayo. La lluvia finita parecía suspendida en el aire. Las nubes se sucedían contradictorias entre distintos grises y blancos. La plaza estaba vacía, salvo por un grupito de policías parados junto a las vallas que la dividen, y más allá, junto a la pirámide, cuatro o cinco personas. Iba hacía la calle Perú, así que caminé el sendero que cruza al medio la plaza. Pasé las vallas y al llegar a la Pirámide de Mayo descubrí que esas cuatro o cinco personas eran ni más ni menos que Las Madres de Plaza de Mayo. Eran cinco y estaban ahí paradas, con sus pañuelos sobre la cabeza, solas bajo la lluvia alrededor de un bolso rojo. Me paré a unos seis metros a mirarlas. No entendí que con todo lo que significan hoy día estuvieran allí sin un montón de gente que las rodeara. Sólo se acercaron dos señoras también con pañuelo, pero ni las saludaron y se apartaron del otro lado de la pirámide. Ni se miraron. Ahí empecé a entender. Una de las cinco viejitas abrió el bolso rojo y sacó de adentro una bandera doblada que entre dos empezaron a desdoblar. La extendieron, se pusieron las cinco detrás de la bandera sosteniéndola con las diez manos delante de sus cinturas y empezaron a caminar muy despacio alrededor de la Pirámide. Ningún paraguas, sólo los pañuelos y esas caras arrugadas bajo la lluvia con su bandera blanca que decía en letras negras: Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Apenas se oía la lluvia, y una sirena alejada se escuchaba como estuviera sonando desde hacía más de treinta años. Pero cuando me estaba por ir, llevándome esa imagen para siempre, apareció sobre la plaza una camioneta Mercedes Benz blanca, atrás otra, atrás otra y otra más. Cuatro camionetas Mercedes Benz que estacionaron junto a la pirámide de mayo. Detrás venía una traffic de la que bajaron dos tipos con cámaras al hombro filmando y otro con un micrófono que se acercó a las camionetas Mercedes. Empezó a aparecer gente. Hasta turistas. Me acerqué a las camionetas y vi que separadas entre toda la gente que había adentro, en cada una había cuatro o cinco Madres con sus pañuelos puestos. En la segunda estaba Eve de Bonafini que se demoraba en bajar, mientras la esperaban los periodistas, cholulos y turistas, todos ansiosos. De las camionetas fueron bajando las Madres y también otra gente con paraguas amplios, azules, brillantes con el pañuelo blanco de dibujado en cada ala. También sacaron un montón de banderas con el logo de las Madres que decían Madres de la Plaza algunas, y otras Sueños Compartidos. Todos conversaban, parecían contentos. De la última camioneta sacaron dos parlantes negros grandes como armarios y empezó a sonar fuerte una canción de León Gieco. Cuando terminó la canción, un señor de barba y campera Columbia le alcanzó hasta dentro de la camioneta un micrófono inalámbrico a Eve que saludó y empezó a hablar. De repente me acordé de las cinco viejitas. Me alejé de las camionetas y del ruido para verlas. Ya habían terminado su vuelta. Se alejaban juntas bajo la lluvia hacia el lado del cabildo, en sentido contrario a la Casa Rosada.

domingo, 17 de julio de 2011

Crónica de un viaje a Retiro

Viajaba parado en el tren, el viernes a la mañana, de Tigre a Retiro. A mi lado, un viejo de piloto beige leía el Clarín. De repente se acercó un tipo de anteojos y le empezó a hablar.
-Le aconsejo que no lea ese diario; dice puras mentiras –el viejo apenas levantó la mirada por encima de las páginas y siguió leyendo.
-En serio le digo: es el pasquín que miente a favor de los intereses empresarios –esta vez el viejo ni levanto la vista, cerró los ojos con fuerza, los abrió y negando con la cabeza, mudo, siguió leyendo.
-Mire –le dijo el tipo, sacó un carnet azul de la billetera y lo puso entre la cara del viejo y el diario –soy periodista.
El viejo bajó el diario sacudiéndolo y miró al periodista.
-Basta –le dijo- ¿me dejas leer el diario tranquilo? – subió el diario firme como un biombo frente al periodista.
- Sabé que no está leyendo noticias sino cuentos –el tipo hablaba en voz alta, actuando para los que viajábamos –Clarín miente, y no es ese el problema, sino los que lo toman por realidad –el tipo pegó una cachetada al diario del viejo. El viejo bajó el diario de nuevo y miró detenidamente al tipo.
El tren bajó la velocidad al llegar a la estación Lisandro de la Torre, una señora que estaba sentada justo debajo mio y del viejo se levantó. Mientras el tren arrancaba de nuevo le hice un gesto al viejo para que sentara, pero el viejo con el diario a lo bajo, miraba al tipo con furia. No insistí y me senté.
-Crea en lo que le digo, Clarín fue cómplice de la dictadura… soy periodista, sé de que le hablo…
El tren iba tomando velocidad. Justo a mi lado tenía la mano grande del viejo, con venas hinchadas, sujetando el diario. Note que lo apretó fuerte. La cara se le había vuelto roja. Se acercó medio paso al periodista.
-¿Periodista de qué sos vos? ¿de un diario oficialista? Eso querés que lea, Mamarracho…
Las dos señoras que viajaban enfrente mío se rieron con saña.
El periodista lejos de calmarse, se sonrojó y siguió con su discurso.
El viejo ahora le contestaba.
Cara a cara empezaron a gritarse.
-Millones de dólares en publicidad, en el fútbol. La gente cagada de hambre….
- Este gobierno está acabando con la pobreza. Ingreso universal por hijo…
En eso otro hombre, con la cara poseada y la nariz roja, que iba hacia la puerta, se frenó y le dijo al periodista.
-Claro, todo con la plata de los boludos que trabajamos.
El periodista se dio vuelta.
-Eso, la distribución de la riqueza…
-La distribuyen para sus cuentas en Suiza –dijo el viejo.
Un hombre que iba sentado del otro lado del pasillo aplaudió fuerte. Las viejas ahora conversaban con rencor sobre la presidenta, por lo que no escucharon, sino seguro también hubieran aplaudido. El periodista se quedó callado. Pero un chico de campera de corderoy marrón y mochila que se había parado a escuchar la discusión, dijo como al pasar
-Seguro que Macri no tiene cuentas en Suiza…
El periodista señaló al chico, dándole la razón.
- QUE MIERDA ME IMPORTA MACRI –dijo el viejo.
-Es lo que representas –dijo el chico, ahora más seguro, pero siempre escudándose en el cuerpo del periodista – Y a la dictadura
El hombre de nariz roja volvió sobre sus pasos e inclinando la cabeza por el costado del periodista le dijo al chico
-Pendejo de mierda ¿qué sabes vos de la dictadura? –y siguió a gritándole mientras el chico seguía escudándose en el periodista y contestaba.
El tren iba toda velocidad, resonando sobre los rieles, cruzando entre la Recoleta y la Villa 21.
EL hombre de roja naríz, indignado con algo que le contesto el chico, quizo correr del medio al periodista, volaron un par de manotazos. El viejo intentó separarlos con la mano que sostenía el diario, por lo que entre los manotazos se desprendieron un par de hojas grises. El viejo quiso rescatarlas, alzándose entre los manotazos, pero cuando se inclinó para agarrar una se le cayó el diario entero al suelo.
Todos miramos el diario desparramado absorbiendo agüita sucia del piso.
Sólo se oía el ruido del tren: tu tun tu tun –tu tun tu tun.
-LA PUTA MADRE –gritó el viejo. Nadie le contestó.
El periodista dio media vuelta. El chico caminó detrás del periodista. Se oyeron algunos insultos aislados de algunos que habían estado mirando en silencio, otros que los aprobaban. El tren empezó a desacelerar. El viejo levantó parte del diario, pero al ver que estaba embarrado lo volvió a dejar en el suelo.
Llegamos a Retiro. Me levanté y salí caminando lento hacia la plaza. Hacía frío y llovía fuerte. Busqué el boleto antes de pasar por el molinete y me fijé en la billetera si tenía diez pesos para comprarme un paraguas.

Nieve

Sentado junto a la ventana
de la casita que mira la playa
veo pasar la tarde...

El viento insiste sobre todo en su nada descontrolada
Nada sin agua sobre la arena
Entre gotas de lluvia
Nada sobre el mar y se enreda en las olas y
Airoso sale de entre la espuma
A la nada fría.

El horizonte sin crepúsculo rosado ni colores impresionistas
Todo gris
Apenas unas gotitas salpican
Suspendidas revolotean livianas
Como bichitos alrededor de un farol.

El mar es una rutina eterna
Como el cielo o el infierno
Ayer o mañana
Como lo puedas ver, depende
De lo que te sobre
O de lo que te falte.

Cada vez más lentas y gruesas las gotas
Flotan en el aire
Agua nieve, pienso
Y al rato empieza a nevar.